La historia de esta bebida se remonta a tiempos antiguos, antes de que el territorio donde hoy vivimos se llamara México. En aquella época, a menudo llamada Prehispánica, algunos pueblos indígenas de Mesoamérica preparaban una bebida alcohólica a partir del agave fermentado: mexcalli significa “maguey cocido”. La cultura mixteca, por ejemplo, tenía una leyenda en que el agave azul, la base del mezcal, provenía del cuerpo decapitado de una diosa.
Desde aquellos ancestrales años, el corazón del agave azul —también conocido como “la piña”— se cocía sobre rocas volcánicas como el tezontle. Del vapor que emanaba se destilaba en ollas de barro un líquido alcohólico que sería el primer antepasado de lo que conocemos hoy como mezcal y tequila.
Sin embargo, y como tantas otras cosas que apreciamos de México, sería el sincretismo cultural el que convertiría al mezcal en lo que hoy conocemos. Fue durante el periodo colonial que el mezcal adquirió aún más importancia, ya que los españoles introdujeron técnicas de destilación que mejoraron su producción y lo acercaron al destilado moderno. Con el tiempo, esta bebida se mantuvo como un trago tradicional y popular, lejano a las clases altas y a las élites y con una fama de ser demasiado fuerte. En zonas como Oaxaca, los maestros mezcaleros preservaron celosamente por siglos el conocimiento de su elaboración artesanal.
El mezcal ha recorrido un largo camino, con algunas dificultades, hasta llegar a ser la bebida icónica que tanto disfrutamos y que tanto nos identifica.